Hoy se cumplen 50 años desde que el golpe de Estado de Augusto Pinochet cambió para siempre el curso de la historia chilena. Su gobierno provocó años de atroces violaciones de derechos humanos, durante los cuales muchos chilenos fueron torturados, asesinados o desaparecidos por la fuerza, y sus cuerpos nunca fueron encontrados. El trauma aún hoy deja cicatrices en la población.
Pinochet fue derrocado del poder en 1990 después de 17 años de brutal dictadura militar, y cuando el presidente Patricio Aylwin asumió el cargo el 11 de marzo de 1990, declaró: “Chile no quiere violencia ni guerra; quiere paz”. Si bien Chile ha disfrutado de una paz relativa y los derechos humanos en general han sido respetados desde 1990 en comparación con los 17 años anteriores, las palabras de Aylwin todavía suenan ciertas, a más de 30 años después.
El éxito se está agotando
Chile ha sido ampliamente elogiado por su estabilidad durante la última década; próspero y pacífico, en gran medida al margen de los niveles de violencia experimentados por otros países de la región. La historia de éxito latinoamericana está respaldada en gran medida por estadísticas, como las del Índice de Paz Global, que ubicó a Chile en el puesto 58 de 163 países por sus niveles de paz en 2023.
A pesar de esto, la violencia se ha vuelto mucho más común y la paz mucho más difícil de alcanzar en algunas partes del país.
Una brecha de siglos entre los grupos indígenas mapuche y el Estado, sobre tierras previamente habitadas por los mapuches se ha caracterizado cada vez más por la violencia desde 1990. Los líderes comunitarios mapuche exigen que se respete su cultura y su lengua y que se les devuelvan sus tierras ancestrales, ahora propiedad de granjas y empresas madereras. La falta de una respuesta gubernamental aceptable a estas demandas para los líderes mapuche ha llevado a la formación de varios grupos armados mapuche organizados que ambicionan una nación independiente para el pueblo mapuche. Estos grupos más radicales son responsables de llevar a cabo ataques a camiones y otras propiedades privadas en los últimos años.
En una entrevista de 2021 con Al Jazeera, Pedro Cayuqueo, periodista chileno-mapuche y ex miembro del grupo de resistencia mapuche Coordinador Arauco-Malleco (CAM), explicó: ‘Puedo decir con mucha responsabilidad que el 70 por ciento del pueblo mapuche abraza la solución institucional. Los sectores más duros y radicales, con toda la legitimidad que también puedan tener, son minoría”.
La violencia se ha intensificado hasta el punto de que la región de la Araucanía, donde vive una gran parte de la población mapuche, se encuentra bajo estado de emergencia desde octubre de 2021 y el gobierno ha desplegado militares para brindar seguridad, pero los ataques continúan.
Particularmente alarmante para las comunidades religiosas o de creencias es una epidemia de ataques incendiarios organizados que han dejado al menos 60 iglesias o instituciones eclesiásticas, como seminarios, parcial o totalmente destruidas en la Araucanía y en las regiones vecinas desde 2015.
En la mayoría de los casos se han utilizado aceleradores, lo que indica actos deliberados de incendios intencionados, mientras que en muchos de los sitios se han encontrado panfletos, carteles o notas manuscritas que hacen referencia a la causa separatista mapuche. Los materiales abandonados indican claramente que las iglesias son un objetivo intencional.
Estos ataques han provocado temor en el país, y particularmente en las regiones afectadas, donde representan una gran amenaza para la libertad de religión o de creencias (LdRC), ya que privan a sus congregaciones, la mayoría de las cuales son mapuches, de un lugar de culto, donde pueden practicar sus creencias.
La respuesta del Gobierno
Inicialmente, el Gobierno se mostró reacio a reconocer que específicamente las iglesias estaban siendo atacadas, afirmando que los incendios provocados era una táctica común utilizada por los separatistas y que “muchas cosas se queman”. Sin embargo, en la primavera de 2016, funcionarios gubernamentales de alto rango reconocieron públicamente que los ataques constituyeron una violación de la LdRC. Hasta entonces el gobierno comenzó a realizar investigaciones, pero a pesar de algunas detenciones relacionadas con un ataque el 9 de junio de 2016, los incendios de iglesias han continuado. Solo en agosto de este año tres iglesias han sido destruidas.
Los ataques se han dirigido tanto a las iglesias protestantes como a las católicas romanas, y llevaron a Andrés Molina Magofke, exgobernador provincial de la Región de la Araucanía y miembro de la Cámara de Diputados de Chile, a declarar en 2018 que: “No hay país en tiempos de paz donde se quemen más iglesias. [que en Chile]”.
En noviembre de 2018, el gobierno propuso planes para ayudar en la reconstrucción de 30 iglesias católicas y 12 iglesias protestantes. En 2017 se anunciaron planes similares, pero nunca se llevaron a cabo. En junio de 2019, el gobernador provincial de la Región de la Araucanía confirmó que se habían destinado 1.400 millones de pesos chilenos (aproximadamente £1,3 millones de libras esterlinas/$1,7 millones de dólares) para los esfuerzos de reconstrucción; sin embargo, informes de los medios locales sugirieron que situaciones administrativas habían retrasado el proceso.
En algunos casos, estos retrasos llevaron a comunidades caracterizadas por altos niveles de pobreza a reconstruir sus lugares de culto con sus propios recursos. Es hora de que el gobierno aborde las causas profundas del conflicto para garantizar que sus ciudadanos no se vean privados una vez más de un lugar donde practicar su religión o creencias.
Un largo camino hacia la paz
Las víctimas de estos ataques, aquellas cuyas iglesias han sido destruidas, son en su mayoría mapuche. Se ha especulado que los responsables son un pequeño grupo apoyado por organizaciones externas no indígenas, asociadas con movimientos antioccidentales extremos en otras partes de Chile, o que elementos de grupos antioccidentales se han unido a la causa separatista mapuche y ahora están presionando su propia agenda. Las comunidades de fe son un objetivo porque son parte integral de una sociedad estable, promueven la comunidad y la unidad y sostienen el tejido social. Sin recursos legales, estas comunidades se volverán cada vez más vulnerables, indefensas e invisibles.
Garantizar la paz probablemente será una tarea compleja. El derecho internacional de los derechos humanos establece que un Estado debe respetar y defender los derechos humanos de sus ciudadanos, pero la gravedad de la violencia y los altos niveles de miedo en estas regiones inhiben a muchas víctimas a la hora de presentar denuncias legales. Esto significa que no son reconocidos como víctimas de violaciones de derechos humanos dentro del sistema judicial de Chile. Tampoco son reconocidos como víctimas por el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), porque la agresión proviene de actores no estatales, ni pueden buscar la ayuda de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos regional de la OEA, ya que no han agotado los recursos internos.
Como aparentemente nadie quiere o puede escuchar el caso de los afectados por los ataques a lugares de culto, se ha permitido que se arraigue una cultura de impunidad.
Este es un problema en gran parte de América Latina, así como en otros continentes. En muchas áreas, la violencia sistemática de actores no estatales conduce a la desaparición del Estado de derecho. Los actores no estatales ejercen violencia sobre civiles inocentes para poner territorios enteros bajo su control y lucrar con actividades como el tráfico de drogas y otras actividades ilícitas, como es el caso en muchas partes de Colombia y México.
Movilizar a los militares no impedirá que los actores no estatales se afiancen en la sociedad, si el gobierno hace poco para abordar las políticas que están impulsando el conflicto en Chile. Si estos grupos no son desafiados, o si no se los enfrenta de la manera correcta, representan no sólo una amenaza a los derechos humanos, sino también a la seguridad en todo el país y a la estabilidad del gobierno.
Mientras Chile busca enmendar la Constitución de la década de 1980, redactada durante la dictadura de Pinochet, es crucial que la libertad de pensamiento esté garantizada para todos los ciudadanos chilenos sin distinción. El presidente Gabriel Boric debe centrarse con carácter urgente en combatir la violencia generalizada en estas regiones centrales de Chile, dando prioridad a la protección de las comunidades vulnerables que siguen sufriendo violaciones de derechos humanos a manos de actores no estatales.
Chile no quiere violencia ni guerra; Quiere la paz, pero esto no será fácil.
Por Emily Featherstone, abogada adjunta del equipo de América Latina de CSW